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miércoles, 20 de febrero de 2013

Supe que era un sueño (I)


Le vi entrar, como un cliente más un turista más. Con unos chinos claros y una sudadera con capucha. Dicen que cuando llega tu hora todo parece discurrir a cámara lenta, que es porque el cerebro va a toda máquina y procesa las sensaciones incluso antes de que seas consciente de que las sientes. No fue así para mí.

Estaba paseando por la tienda de souvenir, mi hermana y su marido recorrían la tienda con un deje consumista en la mirada mientras nuestra madre intentaba controlar a los críos, mis sobrinos. Todo era normal, una familia normal de vacaciones en una ciudad costera normal, pasando la tarde de compras por el paseo marítimo. No éramos los únicos en la tienda, la agradable brisa de verano hacia sacar las carteras allá donde se pudiese gastar, chiringuitos, tiendas, quioscos… Atrás quedó los años de crisis. 
Ya nadie se acordaba de las penurias, el hambre y el dolor por el que tanto habíamos llorado. Ya nadie quería acordarse. Cómo si nunca hubiese pasado, como si nadie hubiese muerto. Una tienda atestada de personas con el dinero para gastar, niños correteando con camisetas del jugador de fútbol hasta sus padres para que se las comprasen, abuelas con media docena de imanes. No, ni rastro de la gran crisis. Y aún podía caber un turista más. Si tan solo fuese un turista más…

Salí de la tienda a esperar a los demás mientras terminaban de hacer las compras. Me cruzo con el último consumidor que entra, me sonríe. Un parpadeo y hay cañón apuntándome entre los ojos, él se mueve rápido, en un suspiro, en el aleteo de un colibrí, en un segundo parpadeo.
Querría contar que me salvé porque le sonreí, porque rocé su mano o porque no miraba con ese eje consumista cada preciado souvenir, me gustaría pensar que fue así y que yo misma me salvé, pero no fue así, él lo decidió así. 
No era un turista más con chinos claros y sudadera con capucha, no era el último consumidor con el que me iba a cruzar. Era él, el asesino. El hombre del que llevaban semanas hablando por el telediario, nunca esperas que te toque a ti. No podía comprender lo que estaba pasando. Solo pude ver como movía el cañón y comenzaba a disparar a un centímetro de mi cara, como en un sueño, no fue a cámara lenta, pero intuyes que no es real, o quieres que lo sea. Sólo escuché los primeros gritos, mi hermana, y el primer estallido, después solo hubo un zumbido sordo. Ahora recuerdo que sentí cada uno de los estallidos de calor en mi cara, pero entonces no sabia que era. Uno a uno, con la precisión de un francotirador terminó con cada persona de la tienda. Mis sobrinos, mi hermana y su marido, mi madre, los niños y las abuelas, la dependienta, todo era un charco de sangre. Quince personas en menos de un minuto. Y se fue, como la gran crisis, como si nadie hubiese muerto.
Dicen que el Samur vino antes y que después llegó la policía. Que yo estaba en el suelo sin mirar a ningún sitio. Un psicólogo me atendió y me llevaron al hospital. Salió en la prensa, fui noticia en los periódicos internacionales cuatro días y en las televisiones locales un mes. Y luego se acabó. Durante el primer año no salí de casa, perdí el trabajo y muchos kilos, algunos de mis amigos siguieron ahí y fueron los que me sacaron de aquel bucle.
-          No fue fácil, pero aquí estoy, tomando una cerveza contigo. Es la primera vez que cuento la historia fuera de una consulta.
-          Estoy pensando… Quizás no era tu hora, por eso no discurrió todo a cámara lenta. ¿Pensaste en ello?
Sonreí    -  Marcos, morí antes del primer parpadeo, morí con aquella sonrisa.

No he vuelto a saber de Marcos, aunque tampoco me extraña, nunca fui buena en las citas a ciega. 

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